El templado clima de las seis y
media de la mañana en Jartúm se parece poco al aire caliente y cargado de polvo
con el cual usualmente empiezo mis días. Afuera de mi casa me espera el
adorable chofer en su taxi destartalado, y como siempre no tarda en venir su saludo: Hello Mariamyfriend,
good, good? Yes, good, good, and you?
La ciudad se está despertando,
hace menos de 20 minutos el sol canicular que empapa la ciudad con 35 grados
promedio todos los días, ha hecho su aparición. Las señoras del té ya están
instalando sus estufas, y en las calles hombres deambulan con sus jilabias blancas. Disfruto de presenciar
el desperezo urbano mientras otra vez me pregunto, será que algún día estas imágenes
se vuelven familiares o a tal vez menos extrañas?
Japan o China? Esas fueron mis
opciones para elegir el bus que me llevaría a Kassala. A los pocos minutos
entendí que Japan era un bus marca Mitbushi y bueno “Japan” dije yo. Con mi dos
acompañante que a la vez hacían de traductores, entramos a la estación de buses,
mientras esquivábamos una marea de gente y maletas llegamos a una pequeña
oficina, marcaron algo en mi ticket y luego Kamal se aseguró de dejarme sentada
y segura en mi puesto del bus que me llevaría a Kassala.
Vivir en un país en donde no
hablas el idioma, donde los códigos
culturales son otros, y ser mujer entraña una serie de cuidados y connotaciones
que no conoces no es fácil. Pero si me preguntan qué hago? Cómo me muevo? Cómo
decido tomar un bus y viajar 9 horas hacia al este? Confío, confío en la gente, y eso es todo, no
me queda otra. Pido ayuda, dejo que me ayuden, me abandono en la amabilidad de
la gente, eso hago y puedo decir que son raras las veces que no funciona mi
estrategia. A la gente hay que creerle y creo firmemente eso.
Sentada en la ventana, a mi
lado, un hombre reza durante la mayoría del trayecto, con una delicada cadena de cuentas cafés entre sus manos, que de tanto en tanto lo sacude para arriba. La sequedad
de sus manos y de sus pies delatan sus orígenes, la aridez del desierto. Varias
veces me regresa a ver y me sonríe tímidamente, guarda mi comida y me la pasa
cuando me levanto y esta silenciosa amabilidad
árabe me recuerda al viaje que hace cinco años hice desde Marrakech a
Errachidia, mi primera gran aventura diría yo, o al menos la primera al mundo
oriental.
El aire en Kassala tiene un
aroma dulce y el ambiente está impregnado de calma y de silencio. La pequeña
ciudad está rodeada por las montanas de
Taka, bultos de rocas, de irregulares formas y tamaños cercan los extensos
arenales y sirven como marco perfecto a la mezquita de Khatmiyah, a los geométricos
arcos y magníficos pilares. Nur, está con su
tobe turquesa de filos dorados y mientras caminamos varias mujeres se
acercan a saludarnos, besan sus manos y puedo descubrir un toque de incomodidad
frente a este gesto o tal vez sólo timidez. Caminamos juntas por las columnas
abandonadas, visitamos la tumba de su bisabuelo y al ver hacia arriba descubro
la bóveda hueca que filtra los últimos rayos de sol del día.
Nur, luz.
Nur y yo lavándonos
las manos y los pies antes de los rezos.
Nur y yo sentadas en la arena, una al lado de la otra, apoyando nuestras espaldas en una columna y hablando bajo con
una mezcla de inglés y árabe. Nur se levanta y se une a tres mujeres más que empiezan a rezar de rodillas, inclinando
su torso, descansando su cabeza en el piso y frente a ellas varias filas de
hombres y de niños repitiendo los mismos gestos. El sol está escondiéndose y es
como si una película de arena dorada envolviera todo el ambiente.
Yo permanezco en mi misma
posición, y cierro los ojos para tratar de atrapar este misticismo y controlar esta
emoción que está a punto de hacerme llorar por la energía que carga este lugar y
la fortuna mía de conocerlo de esta manera. Regreso a ver a Nur, sus facciones
son marcadas por un extraño equilibro de seriedad con infinita dulzura. Su cara
está mojada y diminutos restos de arena iluminan su rostro.
Shukran Nur,
Gracias Luz.
Kassala, Septiembre 2013